Camino de vuelta

Elegimos en un momento dado el camino que queremos seguir y, con fidelidad o no hacia nosotros mismos, vamos recalculando rutas que nos hagan sentir mejor en ese camino hacia donde quiera que sea que nos lleve. Acordes a nuestra filosofía seremos coherentes con nuestro recorrido (o no), lo que hará diferenciarnos y ser únicos en nuestro trayecto, y sobre todo, en la vuelta.

Cuando elegimos ser como todo el mundo, optamos por no ser esa persona que da un paso adelante o que se vuelve si lo cree necesario, por ser esa persona que nunca tiene ganas (si tenerlas conlleva una molestia), elegimos ser esa persona que huye de ayudar, de implicarse, de tender la mano.
Las molestias nos crean incomodidades y no nos hacen felices. Nuestra felicidad consiste en no hacer nada que altere nuestra simple vida. Los demás han de hacer por mi, yo ... ya veré qué hago.

Cuando elegimos atender a los demás, escogemos una vida complicada sólo entendida por quienes eligieron este camino y por quienes se sienten aliviados de tener a alguien al lado. Podemos tender la mano una vez, dos o tres, mucho más no, porque nos sentiremos absurdos en situaciones carentes de sentido.


Ir, para volver de vacío, es la forma más inútil de emprender un camino, que será un viaje más o menos arduo pero por el mismo, si no aprendimos nada y volvimos igual que fuimos, deberíamos entender que el problema no es el recorrido, el problema somos nosotros.
Porque en la vuelta es cuando ponemos en práctica todo aquello que aprendimos cómo se ha de hacer, de estar, de ser, para realizar lo mismo con más seguridad. Ya en el regreso, entendimos cómo se hacen todas aquellas cosas que nadie nos enseñó, cómo se respeta, cómo se actúa en las diferentes situaciones que se nos presentan y que antes no sabíamos qué hacer, cómo se ayuda o cómo hay que pararse a pensar.
El camino, si se va aprendiendo sobre la marcha, puede acabar al final del mismo. Si no, hay que emprender el camino de vuelta para poner en práctica lo que aprendimos.


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